
<span class="image__caption">Recreación de una ciudad española con el alumbrado público encendido a finales del siglo XIX. Foto: Midjourney/Juan Castroviejo.</span> <span class="image__author"> - Recreación de una ciudad española con el alumbrado público encendido a finales del siglo XIX </span>
Creado:
1.02.2025 | 15:00
Actualizado:
1.02.2025 | 14:05
La luz nocturna se identifica con la modernidad. A la contra, un gran apagón o la ciudad a oscuras por temores bélicos se recuerdan como una lacra.
El primer alumbrado público nació en la segunda mitad del siglo XVIII –antes, en algunos sitios los vecinos tenían que colgar lámparas en la fachada–: en las principales ciudades se instalaron farolas en las que se quemaba aceite. La oscuridad se identificaba con los peligros a combatir. Era la época de las revoluciones liberales, pero para los cambios de la vida cotidiana ocupó un primer plano la instalación de farolas de reverbero, que usaban aceite animal o vegetal y que, al reflejar la luz, la difundían mejor. Requerían su cuidado diario: las abastecía y encendía un cuerpo de celadores.
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De la luz de gas a la luz eléctrica
La llegada de la luz de gas constituyó toda una revolución urbana. Los sistemas de producción industrial afectaban así al alumbrado. Arrancó de la invención británica, en 1794, del procedimiento para obtener gas a partir de la hulla. Con su distribución por tuberías llegaría a las farolas.
En 1807 se ensayó la luz de gas en Londres, en 1813 se iluminó el puente de Westminster, en 1815 la ciudad de Preston y en 1817 Baltimore, al otro lado del Atlántico. Las siguientes décadas se propagó por las principales ciudades.
Tarjeta de Año Nuevo de los faroleros de Gante (1875), en la que un farolero sube a una escalera para encender una farola de gas. Foto: Wikimedia Commons.
Tardó en llegar a España. En Madrid, el primer proyecto fue de 1832, pero por problemas empresariales no funcionó de forma estable hasta 1847. A mediados de siglo, Barcelona, Valencia, Málaga, Bilbao o Cádiz se dotaban también de la luz de gas, que encendían y apagaban los faroleros. No solo retrocedía la sensación de peligrosidad: los negocios o las relaciones vecinales adquirieron un ritmo propio, no marcado por la naturaleza. Y la vida nocturna adquirió su propia impronta.
En la segunda mitad del XIX algunas ciudades recurrieron a la luz producida a partir de petróleo, a veces más barata que la del gas del carbón. Pero el progreso lo representaba ya la iluminación eléctrica, que comenzó a usarse en 1875. Al principio fue el arco voltaico, que presentaba algunas desventajas, pues producía una luz muy intensa y concentrada, adecuada para ornamentaciones, fábricas y almacenes, pero no para calles y plazas.
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Se recurrió a esta luz en las ceremonias madrileñas de la boda de Alfonso XII, en enero de 1878, pero su uso no tuvo continuidad. En España se instaló por vez primera de forma estable en la ría de Bilbao en 1882, para aprovechar la marea nocturna en las tareas portuarias.
Retrato fotográfico del monarca español Alfonso XII (h. 1870). Foto: Wikimedia Commons.
La noche iluminada de la urbe moderna
La luz eléctrica fue avanzando desde aquella década. Paradójicamente, se propagó más despacio en las grandes ciudades, que habían desarrollado más el alumbrado de gas. En ellas fue sustituido lentamente por la luz eléctrica, ya basada en la lámpara incandescente. Ambos sistemas convivieron durante décadas.
Una situación extrema: en 1936, el alumbrado público por gas era en Madrid todavía más importante que el eléctrico. Las poblaciones quedaron representadas por la extensión e intensidad de su alumbrado público. La noche iluminada constituyó un elemento prioritario en la gestación de la ciudad moderna.
Grabado coloreado del pintor catalán José Luis Pellicer (1842-1901) que representa la madrileña Puerta del Sol iluminada con luz eléctrica a finales del siglo XIX. Foto: Álbum.
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Autor: juancastroviejo