
Creado:
24.03.2025 | 15:00
Actualizado:
24.03.2025 | 15:00
Desde su casa, Guillermo Ruiz de Erentxun contempla a través de un catalejo la isla con forma de cocodrilo a la que ha dedicado años de observación y estudio. Es la misma que divisó hace 528 años Txatxo, un joven marinero del pueblo de Lekeitio que en 1492 emprendió la mayor aventura de su vida: el primer viaje hacia las Indias. Su valentía y destreza le hicieron ganar la confianza de Cristóbal Colón, que lo nombró contramaestre de la nao Santa María cambiando así su vida para siempre.
A medio camino entre Bilbao y San Sebastián, la belleza natural de este lugar cautivó a figuras como la reina Isabel II o la emperatriz austro-húngara Zita. La isla de San Nicolás, también llamada Garraitz, emerge entre las aguas embravecidas del Cantábrico y esconde un mar de historias que se pueden remontar a la ocupación romana o incluso a mucho antes, unos 12.000-14.500 años atrás, según evidencia el medio centenar de grabados paleolíticos que se han encontrado bajo el casco urbano de Lekeitio.
Ilustración con la planta del parque arqueológico de Garraitz y recreaciones del convento, el cuartel y la batería de cañones. Foto: Jos Zubiaur / Atabaka.
Guillermo es uno de los miembros de la Asociación Cultural Atabaka. Junto a la Sociedad de Ciencias Aranzadi, llevan años desenterrando la biografía arqueológica, natural y cultural de la isla. Garraitz alberga tres entornos arqueológicos en 6,5 hectáreas de extensión: “Son construcciones que aún hoy se mantienen en pie y forman parte de un relato conjunto”, señala Ruiz de Erentxun. Dada su importancia, el gobierno vasco la ha declarado oficialmente parque arqueológico para conservarla y darla a conocer al visitante.
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Pasarela hacia el pasado
El espigón de Lazunarri (la piedra de los mújoles, en castellano) por el que se llega a Garraitz fue construido en el año 1746. Desde la perspectiva de la lejanía, se asemeja a una cicatriz larga y delgada que penetrara en el litoral vasco. Al imponerse el mar, la arena dorada de la playa desaparece y se convierte en un espejismo de aguas turquesas.
Para llegar a la isla de Garraitz o San Nicolás desde la playa de Lekeitio (Bizkaia) por el espigón de Lazunarri –piedra de los mújoles, en euskera– ha de estar la marea baja. Foto: Shutterstock.
Antiguamente, cuando no existía este dique bañado en verdín y musgo, únicamente era posible acceder a San Nicolás en txalupas o en pequeños botes de madera. Otra alternativa para llegarse hasta el islote consistía en esperar pacientemente a que bajase la marea en la playa de Karraspio –la más grande– y abordarlo cruzando a pie la desembocadura del río Lea. Hoy en día se sigue haciendo.
El faro de fuego
Etimológicamente, Garraitz significa ‘la roca de fuego’ en euskera. La isla era el enclave idóneo para controlar las entradas y salidas de los barcos que hacían escala en la “noble y leal villa de Lekeitio”, cuna de aguerridos balleneros que se hicieron a la mar y navegaron más allá de Terranova en busca de capturas.
En lo alto del mirador, en la cima de la isla, los atalayeros permanecían despiertos toda la noche para alumbrar el terreno escarpado con fogatas. De esta manera hacían señales a los arrantzales (pescadores) que faenaban a altas horas de la madrugada, evitando con ello que sus embarcaciones chocaran contra la isla.
Garraitz solo tiene 250 metros de extensión y 48 de altura máxima, pero por su posición privilegiada sirvió en otros tiempos de faro alumbrando su terreno escarpado con fogatas (etimológicamente, el nombre de la isla quiere decir “la roca de fuego”). Foto: Atabaka.
Lazareto para enfermedades contagiosas
Las primeras referencias históricas a Garraitz se sitúan a mediados del siglo XV. Un documento anónimo fechado en 1459 menciona la existencia de una ermita consagrada a san Nicolás de Bari (ese es el origen de su nombre en castellano). Más tarde, en el conjunto monástico comenzaron a venerar asimismo a otros santos, como san Sebastián y san Esteban.
Al igual que la fortaleza de La Mola en el puerto de Mahón (Menorca) o la isla de Ellis (Nueva York), San Nicolás fue utilizada para frenar epidemias y aislar a los enfermos en el siglo XVI. Se desconoce si el lugar disponía de un cementerio propio donde enterrar a los fallecidos, pero está probado que allí fueron confinados, principalmente, enfermos de lepra y marineros que habían contraído la peste bubónica en Flandes y en otros puntos del norte de Europa.
Grandes pandemias de la historia
La peste llegó por primera vez a Lekeitio entre 1525 y 1526, pero la epidemia más mortífera fue la de 1578. Los archivos del municipio la bautizaron como “la dolencia del vientre” y se calcula que, durante los nueve meses que azotó la villa, de 1.600 vecinos solamente sobrevivieron 300. Para aislar el foco, fueron clausuradas las casas de los apestados, se quemaron sus ropas y se señalaron las puertas de sus hogares pintando una equis con almagre. Y muchos serían trasladados a la isla.
Miniatura de la Biblia de Toggenburg (Suiza, 1411) con víctimas de peste bubónica (aunque podría ser viruela). Foto: ASC.
Testigo de cultos ancestrales
La ermita de San Nicolás se encontraba al sur del islote; hoy se llega a sus vestigios subiendo unas escaleras empedradas tras cruzar el espigón de Lazunarri. Flanqueado por paredes amuralladas, el conjunto monástico comprendía asimismo un beaterio, una sacristía y un pequeño hospital, de los que actualmente solo quedan cimientos.
Del cuidado del templo religioso se encargaban las freilas o seroras de la villa (figuras similares a monjas y sacristanas). Según la descripción del párroco Vicente de Urquiza, eran mujeres que no se habían podido casar o habían decidido permanecer solteras. Estas mujeres “de buena vida, de buenos padres, fama y costumbres” y menores de 40 años dedicaban su vida a rezar, a cuidar de los enfermos y a tañer las campanas del Ángelus tres veces al día.
En 1578 designaron serora a Sebastiana de Likona, hija de una de las familias más adineradas del pueblo. Le seguirían otras cinco más, siendo Catalina de Bedarona la última documentada. Las freilas no dependían de la imponente basílica de Santa María de Lekeitio –construida, en parte, gracias a los 58 ducados que donó el corsario Iñigo de Artieta– y tenían que subsistir gracias a las limosnas de los feligreses. Vivieron bajo constantes amenazas de excomunión y las obligaban a vestir de forma recatada.
Los obispos de Calahorra y la Calzada, en particular Pedro Manso y Pedro González, abusaban de su poder y enviaban al Visitador General sin previo aviso para realizar continuas inspecciones. En 1586, el enviado del obispado, Santiago de Avendaño, examinó la ermita y la halló “decente y completa en cuanto a ornamentos y demás cosas necesarias para la celebración”.
Dada la escasa extensión de la isla –San Nicolás tiene 250 metros de largo y una altura de 48 metros en su cima–, las comodidades brillaban por su ausencia. Así lo atestiguan las quejas del mencionado Visitador. Pidió a la freila y a su administradora un lecho para pasar la noche y estas le dieron “una cama pequeña e incomoda”. Son documentos que se pueden leer en el Archivo Histórico Foral de Bizkaia. Idoia Goitia, integrante del equipo de las excavaciones, afirma que eran mujeres que gozaban del cariño del pueblo y que por ello, al ver que adquirían poder, fueron desprestigiadas por la Iglesia. A finales del siglo XVI, las expulsaron de la isla bajo acusaciones de supuestos abusos cometidos en la administración y “relajamiento moral”. Muchas de ellas acabaron sus días arruinadas.
Un convento a merced de las olas
Posteriormente, en el siglo XVII, la ermita fue reconvertida temporalmente en un convento franciscano. Lo más probable es que los monjes de dicha orden llegasen procedentes de la isla de Izaro (Bermeo) y que se trasladasen a la de San Nicolás por ser esta más accesible.
Lo prueban los archivos que detallan las condiciones de la cesión de los terrenos de la isla. De su lectura se extrae que el “Cabildo eclesiástico y secular” cedió Garraitz a fray Juan de Solaguren, Misionero Provincial de San Francisco, para que se edificase un convento de frailes recoletos. La primera misa se celebró el 7 de julio de 1617 y la comunidad franciscana residió en la isla hasta 1650. El conjunto monástico lo completaba entonces un hospital para peregrinos y gentes de escasos recursos.
La causa por la que los franciscanos abandonaron el lugar no fue otra que “la falta de agua dulce y las inclemencias de los elementos, así como el oleaje”, detallan desde Atabaka. El templo original fue destruido en 1795, según cuentan las crónicas de la época. Aunque se ha limpiado la maleza, los vestigios del convento aún se confunden con la vegetación.
Sorpresas bajo tierra
Bajo la dirección de Alfredo Moraza, arqueólogo de la Sociedad de Ciencias Aranzadi, un centenar de voluntarios, vecinos en su mayoría, han participado en las diferentes excavaciones repartidas por la isla, que se llevan a cabo cada verano desde 2015. Han realizado hallazgos asombrosos y ahora tienen como objetivo localizar “los más que probables enterramientos humanos y la zona del lazareto de Garraitz”.
Un equipo de voluntarios de la Sociedad de Ciencias Aranzadi en uno de los yacimientos de Garraitz, declarada parque arqueológico por el gobierno vasco para protegerla y darla a conocer. Foto: Atabaka.
Durante el verano de 2019, el grupo de voluntarios y los miembros de la Asociación Cultural Atabaka encontraron una mandíbula humana en las proximidades del antiguo convento. No fue el único descubrimiento. Bordeando el perímetro del risco calcáreo hasta llegar al mirador, hallaron monedas de diferentes países y de diversos períodos históricos. Entre ellas, destaca una moneda belga datada entre los años 1355 y 1383, según los resultados de los análisis del departamento de numismática de la Sociedad de Ciencias Aranzadi. Se encontraba sepultada a metro y medio bajo tierra. Las demás eran originarias de los reinos de Escocia, Portugal y Castilla.
En el verano de 2019, los voluntarios de Aranzadi dirigidos por el arqueólogo Alfredo Moraza y los miembros de la Asociación Cultural Atabaka encontraron una mandíbula humana y diversas monedas (en la imagen). Foto: Atabaka.
Fortín militar
La mayoría de los vestigios más recientes en el tiempo están en la parte superior de la isla y son de origen militar. Hoy en día, en la cima se pueden observar troneras en las que iban sujetos cañones. También hay que destacar la presencia de los restos de un cuartel y del polvorín mejor conservado de todo el País Vasco.
Troneras de baterías de cañones en Garraitz. Foto: Atabaka.
Más que una función defensiva, la principal que tuvo Garraitz entre los siglos XVIII y XIX fue la disuasoria. Por eso, hacia 1742-1743 se construyó un fortín amurallado que más tarde, una vez reformado, se utilizaría a modo de baterías de vigía para otear el tráfico marítimo y los recursos pesqueros de los marineros. Asimismo, los franceses controlarían desde ese punto los movimientos de las tropas inglesas en la Guerra de la Independencia española (1808-1814).
Los milicianos de Lekeitio –básicamente arrantzales y baserritarras (aldeanos)– no podían hacer frente al ejército del Imperio francés y solicitaron el apoyo de los británicos. Tras días de asedio, la noche del 20 al 21 de junio de 1812 un grupo de soldados del duque de Wellington logró desembarcar en la isla de San Nicolás. Cogieron a los franceses desprevenidos y consiguieron su rendición; tras hacer suya la fortificación, entraron en el pueblo y expulsaron al resto de las tropas de Napoleón.
Así lo narró el almirante británico Home Riggs Popham al diario The London Chronicle, el 2 de julio de 1812. En su afán por liberar la villa marinera de la dominación napoleónica, mataron a un número indeterminado de soldados franceses y detuvieron a 290 del regimiento 119. También murieron 36 guerrilleros del pueblo.
En Garraitz lucharon ingleses (arriba, el almirante Popham en un cuadro de 1783) y franceses durante la Guerra de la Independencia española. Foto: ASC.
Abandonada y recuperada
Poco o nada se conoce del uso que se le dio a la isla a partir de las guerras carlistas (1833-1876), durante las cuales se habilitó como refugio. Garraitz quedó abandonada durante décadas, y adquirió así su apariencia salvaje. A principios del siglo XX fue repoblada de pinos, cipreses y flora mediterránea; se convirtió en un icono paisajístico para turistas y la población local olvidó su historia.
La isla sirvió como refugio durante las guerras carlistas (en un cuadro de Ferrer-Dalmau). Foto: Augusto Ferrer-Dalmau.
El escritor Fernando Marías habla de ella en el libro La isla del padre (Seix Barral, 2015). Para él, San Nicolás tiene una carga emocional importante porque forma parte del paisaje de su infancia. La recorría de pequeño, pero no sabía de su historia y sus leyendas. “De niños, mis hermanos y yo inventábamos sobre ella películas de piratas: allí donde no había nada”, rememora.
La villa de Lekeitio cumple 700 años en 2025 y los investigadores continúan resolviendo los enigmas que han estado ocultos durante siglos. Entretanto, la isla sigue envuelta en una atmósfera de misterio, la vegetación crece entre el frío y la humedad y los días nublados y lluviosos atraviesan el espigón como lleva haciendo siglo tras siglo.
La preciosa villa marinera de Lekitio cumple 700 años de su fundación en este 2025. Foto: Shutterstock.
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Autor: juancastroviejo