
Creado:
31.03.2025 | 18:00
Actualizado:
31.03.2025 | 18:00
Desde los colores de una flor hasta los agujeros negros, todo lo que contiene y pasa en el universo puede explicarse mediante las cuatro –y solo cuatro– fuerzas fundamentales: la gravedad, el electromagnetismo, la interacción fuerte y la interacción débil. Las dos primeras, responsables de que nos caigamos al tropezar y podamos ver las cosas, respectivamente, se conocen desde tiempos de la antigua Grecia, si bien no fueron descritas por completo hasta el finales del XIX y principios del XX por Albert Einstein –basándose en las ideas de Newton sobre la gravedad– y James Clerk Maxwell, con sus famosas ecuaciones para el electromagnetismo. Pero ninguna de estas dos interacciones explican lo que ocurre en la intimidad del átomo: ¿cómo es que este no se desmiembra si su corazón lo forman cargas positivas –los protones– que se repelen entre sí?
No fue hasta 1964 cuando se descubrió lo impensable: que protones y neutrones no eran partículas indivisibles, sino que estaban a su vez formadas por otras más pequeñas, los cuarks, proclamados desde entonces en los ladrillos básicos de la materia. Esta nueva realidad exigía que existieran las otras dos fuerzas: la fuerte, que pega unos cuarks con otros y mantiene el núcleo atómico unido; y la débil, que produce lo contrario, esto es, desintegración. Esta última explica fenómenos como la radioactividad y la transformación de unos elementos en otros.
Frank Wilczek, Premio Nobel de Física, en conferencia, MIT, Cambridge. Imagen: Ecole polytechnique / Wikimedia Commons.
“siempre existe una ecuación bonita para describir cualquier fenómeno físico que nos rodea”
A partir de la década de los setenta, empezaron a surgir modelos que explicaban parcialmente algunos comportamientos del mundo nanoscópico, pero que entraban en contradicción en otros. En 1973, Frank Wilczek era un estudiante de doctorado de la Universidad de Princeton (EE. UU.) convencido de que “siempre existe una ecuación bonita para describir cualquier fenómeno físico que nos rodea”.
Wilczek, que nació en Mineola (Nueva York) en 1951, reconoce que fueron “las ansias por entender el mundo junto con la incapacidad de dejar un puzle sin resolver” las que le llevaron a buscar y, finalmente, enunciar un modelo matemático que explicara la interacción fuerte de manera completa: la teoría de cromodinámica cuántica, también conocida como QCD, por sus siglas en inglés.
Para comprobar que su idea era más que una conjetura, Wilczek, hoy profesor en el Centro de Física Teórica del MIT, en Massachusetts, se centró en una sola de las propiedades que predecía: la llamada libertad asintótica. Según esta, cuanto más cerca están los cuarks –o cuando se hallan a temperaturas muy elevadas–, sus interacciones son muy débiles, casi nulas, pero a medida que se separan, aumentan. Como si se tratara de una goma elástica de pelo que, cuanto más se estira, mayor es el esfuerzo que tenemos que hacer. Lo opuesto a lo que pasa con la gravitación y el electromagnetismo, que ganan fuerza en las distancias cortas.
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La materia oscura
“Era tan inverosímil y contradictorio con la física que conocíamos hasta ese momento que, si conseguíamos entenderla, podríamos comprenderlo todo; y si demostrábamos esta propiedad, quedaría explicada la interacción fuerte y habría que cambiar leyes fundamentales”, recuerda entre risas. En 2004 recibió el Nobel de Física, junto a su mentor, David Gross, y a David Politzer, que descubrió la libertad ansintótica casi al mismo tiempo y de modo independiente.
Wilczek no se quedó solo en el interior del átomo, sino que también sintió curiosidad por lo que había fuera, en la inmensidad del cosmos. Y aterrizó, casi por casualidad y con ayuda de la interacción fuerte, en otro gran misterio: la materia oscura, el ingrediente secreto que conforma el 26% del universo. Nadie la ha visto y nadie se sabe cómo es.
Es incuestionable que se necesita más masa que la observable para explicar ciertos comportamientos anómalos de los cuerpos celestes. “Al no emitir radiación electromagnética, la materia oscura no puede distinguirse con los telescopios; la delatan los efectos gravitacionales que produce en los objetos visibles. Lo mismo pasa con el hecho de que el universo esté expandiéndose mucho más deprisa de lo esperable, impulsado por un tipo de energía desconocida [se refiere a la denominada energía oscura]. En ambos casos, el efecto es muy débil y todavía no se ha encontrado de qué se trata”, cuenta el investigador.
Todo lo que contiene y pasa en el universo puede explicarse mediante las cuatro fuerzas fundamentales: la gravedad, el electromagnetismo, la interacción fuerte y la interacción débil. Ilustración artística: DALL-E.
El axión
A partir de las observaciones, los científicos han inferido que la materia oscura está compuesta por algo muy pequeño, con seis veces más masa que la materia conocida y sin carga. Son propiedades que no cumple ninguna partícula de las que forman el catálogo actual del modelo estándar. Wilczek propone su candidata: el axión. A pesar de que concibió esta partícula hipotética como explicación a uno de los aspectos todavía no resueltos de la interacción fuerte, sus características –es subatómica, no tiene carga y apenas reacciona con lo que le rodea– la convierten en una aspirante idónea para conformar la masa invisible.
El nombre del nuevo ente llegó por casualidad. “Estaba haciendo la colada mientras pensaba en cómo bautizarlo y me fijé en el detergente que estaba usando en ese momento: Axion. Tenía la esperanza de que algún día limpiara el problema de la interacción fuerte”. Lo que no imaginaba entonces es que su potencial poder blanqueante quizá pueda también eliminar las incógnitas de la materia oscura.
En su opinión, cabe la posibilidad de que se logre desentrañar de aquí a cinco o diez años, aunque “la teoría no es muy precisa sobre cuánta energía es necesaria para sacar la partícula a la luz. Puede que el gran colisionador de hadrones [un acelerador y colisionador de partículas del CERN] –u otra máquina similar– sea insuficiente y nunca logremos verla”, reconoce.
Cristales de tiempo
Wilczek no puede quedarse quieto, y en 2012 propuso una nueva y radical teoría que ha llamado cristales de tiempo. Del mismo modo que hay cristales cuyos componentes atómicos están ordenados en estructuras tridimensionales –formando, por ejemplo, copos de nieve o diamantes–, el investigador estadounidense cree que los átomos también podrían seguir un patrón que se repita en el tiempo mediante una especie de movimiento perpetuo.
Este nuevo estado de la materia – que se añadiría a la lista de sólido, líquido, gaseoso y plasma– surgiría de manera espontánea, sin necesidad de un impulso inicial y consumo de energía. Es como si tuviéramos un péndulo desplazándose eternamente sin ayuda externa y sin que se le hubiera dado un primer empujón. Toda una revolución que quedó guardada en la carpeta de las teorías estrafalarias hasta que, en 2016, dos grupos de investigación de las universidades estadounidenses de Harvard y de Maryland consiguieron construir sus propios cristales de tiempo, cada uno por su lado y con métodos diferentes.
Relojes más eficaces
Wilczek está trabajando en una de las aplicaciones potenciales de su descubrimiento: el desarrollo de relojes más eficaces. “Actualmente, los dispositivos atómicos son la base de los sistemas de localización GPS, así que, si conseguimos hacer mejores mediciones del tiempo, mejoraremos su precisión. En el campo de la astronomía, permitiría hacer un seguimiento más exhaustivo de los objetos celestes, así como captar ondas gravitacionales y radiaciones. Y en sismología, se detectarían con rapidez y exactitud las vibraciones, su magnitud y su origen”. Pero, como reconoce este premio Nobel, queda mucho trabajo por hacer, pues los problemas técnicos son enormes.
Una y otra vez nos encontramos con la misma piedra de toque: aparentemente no existe ninguna barrera fundamental en las leyes de la física para ejecutar algo, pero el muro tecnológico es demasiado alto. “¿Por qué no construimos un puente entre la Tierra y la Luna? Podríamos hacerlo y, sin embargo, llevarlo a cabo es muy difícil”, señala Wilczek. Lo mismo sucede con la aplicación de la física cuántica: tiene un potencial enorme en el diseño de dispositivos o la creación de nuevos compuestos químicos, pero, al mismo tiempo, es muy delicada y cualquier agente externo la perturba.
El concepto de cristal de tiempo, que Wilczek teorizó en 2012, fue comprobado experimentalmente por equipos de Harvard y Maryland en 2016. Ilustración artística: DALL-E.
Los ordenadores cuánticos
En el caso concreto de la computación, lo que se pretende es aprovechar ciertas propiedades cuánticas –como que una partícula puede estar en dos sitios a la vez– para abordar procesos extremadamente complejos. El problema es minimizar la interacción de las máquinas con el mundo exterior. “Por lo general, las consecuencias más sorprendentes de la física cuántica se manifiestan cuando observamos cosas que son sumamente frías y están muy aisladas, como los superconductores y los superfluidos”, señala Wilczek.
Suponiendo que la tecnología pudiera conseguir las condiciones idóneas para crear este tipo de ordenadores, el usuario luego tendría que utilizarlos, claro. Por eso hay que ver cómo conservar los dispositivos confinados la mayor parte del tiempo y, a la vez, que podamos acceder a ellos ocasionalmente.
“El reto es de una magnitud tal que solo puede ser resuelto con ideas y técnicas radicalmente nuevas”, sentencia Wilczek. Con todo, él es optimista y está convencido de que sean cuales sean esas soluciones, los ordenadores cuánticos probablemente acabarán llegando en cien años, y que a buen seguro serán algo común dentro de un millar. “Al final, todo encaja, todo concuerda. Y si no, fíjate en el cosmos, donde coincide lo más pequeño y lo más grande”, concluye el Nobel.
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Fuente:
Autor: edgary185