
<span class="image__caption">Hitler rodeado de miembros de las SA durante un mitin. Foto: Getty.</span> <span class="image__author"> - Hitler rodeado de miembros de las SA durante un mitin </span>
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11.04.2025 | 05:30
Viena, 1909. Un joven austríaco que ha probado suerte sin ningún éxito en el ambiente artístico de la capital, de talante escasamente proclive al trabajo físico, que prefiere deambular por los parques, acudir a comedores sociales para poder tomar un poco de sopa y dormir en los portales o los refugios para indigentes, pide limosna, y los transeúntes que se la dan no pueden imaginar de ninguna manera que, veinticuatro años después, ese individuo harapiento se transformará nada menos que en el presidente del país vecino, el gigante alemán.
La peripecia del mendigo que llegó a presidente resultaría ejemplar si no fuera porque su protagonista llevó hasta la máxima magistratura de uno de los Estados más poderosos de Europa el rencor y el odio que le inculcó esa etapa de sufrimiento y exclusión social y lo transformó en un huracán de venganza violenta contra diversas etnias, ideologías y naciones, provocando con ello el mayor desastre de la historia contemporánea.
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De informante a militante
Tras dar estos y otros tumbos juveniles por la vida, Adolf Hitler, que había nacido cerca de la frontera austríaca con Baviera, se alistó voluntario en el ejército alemán en la Primera Guerra Mundial. Lo hizo porque consideraba a Alemania la esencia de la comunidad cultural germánica, su auténtica patria. Tuvo un comportamiento destacado e incluso fue herido dos veces, la última al final de la guerra en Francia.
El cabo Adolf Hitler (a la derecha), junto a dos soldados y un perro, durante su estancia en un hospital militar de Pomerania en 1918. Foto: Getty.
Todavía convaleciente por las heridas con cloro gaseoso, que casi le dejan ciego, le informaron de la rendición alemana de 1918, un hecho que nunca pudo entender y que le llevó a incubar un odio atroz contra las potencias vencedoras, las fuerzas políticas a las que consideraba culpables de la humillante derrota –comunistas y socialdemócratas– y los judíos, a quienes identificaba con los partidos citados.
Sobre estas líneas, las delegaciones francesa e inglesa, con sus jefes en primer plano (el mariscal Ferdinand Foch y el contralmirante George Hope), posan junto al “vagón del armisticio” el 11 de noviembre de 1918, tras firmarse en él la rendición de Alemania. Foto: Getty.
A comienzos del otoño de 1919, el capitán Karl Mayr tomó una decisión que con el tiempo desencadenaría una guerra mundial. El oficial, que pertenecía al servicio de inteligencia del ejército alemán, envió a uno de sus subordinados a una reunión política en Múnich: el cabo Adolf Hitler, de 30 años, recibió el encargo de elaborar un informe sobre el recientemente creado Partido Obrero Alemán (DAP). Mayr quería averiguar si sus miembros eran violentos socialistas que pretendían acabar con la incipiente democracia germana.
Hitler, tras recuperarse en un hospital militar, había empezado a trabajar como informante para el ejército, para el cual vigilaba a partidos políticos y asociaciones extremistas, así como a las numerosas organizaciones paramilitares formadas por veteranos de guerra. El 12 de septiembre, entró cansinamente en la cervecería Sterneckerbräu de Múnich, donde 41 miembros del DAP despotricaban contra las duras condiciones impuestas por el Tratado de Versalles a Alemania.
Copia en inglés del Tratado de Versalles, 1919. Foto: ASC.
Nada nuevo: como poco había asistido ya a 50 reuniones similares en las que se lanzaban arengas parecidas. Se había puesto ya el abrigo para marcharse cuando, de pronto, un hombre se puso en pie y empezó a argumentar muy excitado a favor de la secesión de Baviera, que debía convertirse en un Estado independiente. Puede decirse que esa alocución lanzó la carrera política de Hitler.
Como ardiente nacionalista que era, se olvidó de la tarea que le había sido encomendada y se enzarzó en una discusión con aquel sujeto. Habló a gran velocidad, agitadamente y gesticulando mucho. Con voz ronca y elocuente, escupía palabras sobre la traición, la unidad y el Imperio, y se enardecía defendiendo la idea de un pueblo alemán fuerte y una Alemania libre de razas extranjeras.
El líder del partido, Anton Drexler, allí presente, inmediatamente comprendió el potencial que tenía –“¡Válgame Dios, qué pico tiene este hombre!”, le dijo a la persona que estaba a su lado– y, esa misma noche, convenció a Hitler de afiliarse al Partido Obrero Alemán, del cual se convirtió en el miembro número 55 (aunque el secretario decidió añadir otros 500 militantes ficticios para que el partido pareciera más importante y le puso el número 555 en el carné).
El muniqués Anton Drexler, que había sido mecánico, ferroviario y cerrajero, fundó junto al reportero Karl Harrer, en enero de 1919, el DAP, que Adolf Hitler transformaría en el Partido Nazi. Foto: ASC.
Una Alemania en crisis
Por entonces, Alemania era un eximperio en pleno proceso de desintegración y conversión en inestable república. En 1918, habían vuelto de la guerra millones de soldados desilusionados y resentidos por la derrota. En los meses siguientes, el país estalló en violentas revueltas lideradas por trabajadores que querían establecer una república comunista según el modelo de la Unión Soviética y que cosecharon éxitos momentáneos en varios estados.
Enfrente tenían a la primera fuerza política alemana, el Partido Socialdemócrata de Alemania (SPD), que, con el apoyo del Ejército y los Freikorps –grupos paramilitares reaccionarios y anticomunistas–, no dudó en aplicar una feroz represión. El 9 de noviembre, temeroso de convertirse en víctima de una revolución sangrienta, el emperador Guillermo II abdicó y huyó a los Países Bajos.
Freikorps (Cuerpos Libres o Francos) es el nombre que se dio a los ejércitos de voluntarios desde el siglo XVII, pero lo retomaron los grupos paramilitares nacionalistas y anticomunistas de la República de Weimar, que destacaron en la represión del Levantamiento Espartaquista en Berlín, en enero de 1919 (imagen de arriba). Foto: ASC.
Los combates continuaron mientras, con el rumor de fondo de la guerra civil, la clase política alemana reunida en la ciudad de Weimar preparaba una Constitución para un país que ya no tenía emperador y declaraba que Alemania pasaba a ser una república democrática. En la primavera de 1919, los comunistas fueron derrotados, pero aún quedaba una dura tarea: el acuerdo de paz con los vencedores de la Primera Guerra Mundial. Los socialdemócratas y el Alto Mando fueron a Versalles, en Francia, a negociar en condiciones de extrema debilidad, y capitularon completamente.
El tratado que se firmó fue extraordinariamente duro y costoso para Alemania, que tuvo que entregar importantes territorios a Francia en el oeste y al nuevo Estado de Polonia en el este, además de enormes compensaciones económicas, lo que sumió a la población en la pobreza. Según estimaciones del otoño de 1919, uno de cada tres escolares sufría malnutrición. El descontento se extendía por doquier.
¿Cómo quedó el mundo tras la firma del Tratado de Versalles?
Nacen el Partido Nazi y las SA
Poco después de afiliarse, Hitler dio su primer discurso. Habló frente a 111 personas en una cervecería y descubrió su capacidad para atraer a la concurrencia. El rumor acerca de la existencia de un elocuente austríaco se extendió por Múnich, por lo que cada vez más gente empezó a acudir a las arengas de Hitler sobre la traición de los judíos, la necesidad de liberarse de las cadenas del Tratado de Versalles y el proyecto de una Alemania reconstruida.
En noviembre, convenció al líder del partido, Anton Drexler, para que gastaran el escaso presupuesto que tenían en anuncios en el periódico local, el Münchener Beobachter (que al año siguiente sería adquirido por el partido como órgano oficial de prensa, cambiándole el nombre a Völkischer Beobachter).
'El Observador Popular' es lo que significa Völkischer Beobachter, nombre del que fuera periódico oficial del Partido Nazi desde 1920, del que vemos aquí un viejo cartel publicitario. Foto: ASC.
La campaña fue un éxito: mientras que a una reunión celebrada en octubre solo habían asistido 130 curiosos, cuatro meses después, a la convocatoria en la cervecería Hofbräuhaus de Múnich del 24 de febrero de 1920, acudieron 2.000 personas. Hitler presentó allí el cambio de nombre por el cual el Partido Obrero Alemán pasaba a llamarse Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán (NSDAP): abreviadamente, Partido Nazi. También dio a conocer los 25 puntos del programa que había preparado junto a Drexler.
Se encontraba enfrascado en mitad de su discurso cuando un grupo de jóvenes comunistas irrumpió en la reunión e intentó hacerse oír por encima de él. Unos cuantos fornidos veteranos de guerra acudieron en su defensa y empezaron a resolver la disputa a puñetazos, ante lo cual los comunistas salieron huyendo. Así, la convocatoria no solo supuso el surgimiento del nazismo, sino también del cuerpo de guardaespaldas del partido, que decidieron vestir camisas pardas como uniforme. Luego adoptarían el nombre de Sturmabteilung o Sección de Asalto, más conocida como las SA.
Crecimiento y liderazgo
Aun así, a pesar de que el número de miembros se multiplicó por diez en 1920 –de 190 a 2.000–, el partido continuaba siendo una insignificante organización local, solo conocida en Múnich y alrededores. Pero entre la masa furiosa y resentida que se afilió ese año empezó a haber algunas personas influyentes y, aunque Drexler seguía siendo el presidente del partido, todas ellas veían a Hitler como el líder de los nazis. Este dedicaba su tiempo a leer los periódicos y preparar sus discursos y era el único miembro de la dirección que recibía un salario. Por eso resultó natural que, el 29 de julio de 1921, asumiera el cargo de presidente.
Hasta entonces, el gobierno del partido se había repartido democráticamente entre los miembros de la dirección, pero Hitler exigió un control absoluto de todas las decisiones, lo cual se le concedió por aplastante mayoría: los nazis pasaban a estar dirigidos por un único y obstinado líder. Una de sus primeras decisiones, en 1922, fue que las SA se organizaran como un cuerpo profesional, tarea que se le encomendó al piloto Hermann Göring, que acababa de unirse a los nazis.
Hermann Göring (en la imagen, hacia 1920) había sido uno de los pilotos más destacados y laureados en la Guerra del 14 y era una figura muy popular en Alemania cuando se unió a los nazis en 1922. Foto: Getty.
Göring había vencido en algunos arriesgados combates aéreos en la Gran Guerra y era un héroe nacional, por lo que el fichaje resonó en toda Alemania. Aunque solo dirigió a los Camisas Pardas un año, Hitler quedó más que satisfecho. “Me gustó de inmediato. Fue el único de los líderes de las SA que hizo un buen trabajo. Se hizo cargo de un grupo de desharrapados y, poco después, teníamos una división de 11.000 soldados listos para la acción”, escribiría.
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El ardoroso mensaje xenófobo de Hitler empezó a llamar poderosamente la atención de aquellos que se sentían empobrecidos y humillados a causa de la paz impuesta por las potencias ganadoras de la guerra. A ello se sumó, en 1923, la espantosa crisis económica derivada de la invasión del Ruhr por las tropas francesas y la consiguiente huelga minera, que llevó a la más disparatada inflación de la historia universal y a la ruina, el hambre y la amenaza de nuevas revueltas.
Hitler asumió el cargo de presidente del NSDAP el 29 de julio de 1921, gracias a sus dotes de mando y su personalidad carismática (arriba, rodeado de miembros de las SA y otros simpatizantes, en fecha indeterminada). Foto: Getty.
De este modo, el Partido Nazi alcanzó ese año la cifra de 55.000 afiliados; a su vez, las SA sumaron 20.000 nuevos miembros. Esta importante fuerza de choque y la sensación de creciente poderío condujeron al inquieto Hitler a concebir un golpe de Estado para hacerse con el control del gobierno regional de Baviera, primero, y a continuación con el poder en toda Alemania.
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Autor: juancastroviejo