
Publicado por
Christian Pérez
Redactor especializado en divulgación científica e histórica
Creado:
28.03.2025 | 17:52
Actualizado:
28.03.2025 | 18:23
A mediados del siglo XX, mientras Europa intentaba recomponerse tras dos guerras devastadoras y Estados Unidos emergía como potencia victoriosa, una historia con tintes de novela negra comenzaba a escribirse a ambos lados del Atlántico. Lo que parecía ser una vida corriente, con un pasado heroico al servicio de la inteligencia británica, se convirtió, en apenas unos años, en uno de los episodios criminales más inquietantes y olvidados del siglo. El protagonista: un hombre nacido en Hawái, criado en Connecticut y criado en parte en España, llamado Ramón Martínez Fernández. El mundo acabaría conociéndolo como Raymond Fernández.
Su historia podría haber sido la de un emigrante con aspiraciones, marcado por una infancia difícil, un padre severo y una juventud sin excesos, más allá de algún incidente menor. Incluso, durante la Segunda Guerra Mundial, su trabajo como colaborador del espionaje británico parecía situarlo en el bando de los héroes. Pero un accidente a bordo de un barco, una escotilla metálica caída sobre su cabeza, cambió su destino y, muy probablemente, su cerebro.
No es un caso único en la historia del crimen. Numerosos estudios han documentado cómo traumatismos craneales severos pueden alterar la personalidad de una persona hasta volverla impulsiva, emocionalmente inestable o incluso violenta. En el caso de Fernández, las consecuencias fueron visibles apenas semanas después del accidente: encarcelamientos por robos, un apetito sexual desmesurado, comportamientos narcisistas y delirios sobre su capacidad para hipnotizar y manipular a los demás. El hombre que regresó a Estados Unidos tras la guerra ya no era el mismo.
En esta nueva vida, Fernández empezó a cartearse con mujeres solitarias a través de agencias de contactos, bajo promesas de amor eterno y prosperidad económica. En realidad, las usaba para estafarlas, robarles y desaparecer. Así fue como, tras varios engaños, terminó cruzándose con una mujer que cambiaría su destino para siempre: Martha Beck, una enfermera con un pasado aún más turbulento que el suyo. Su unión no solo marcó el inicio de una de las parejas criminales más infames de la historia de Estados Unidos, sino también el fin de más de una veintena de mujeres.
Raymond y Martha son hoy recordados como los "Lonely Hearts Killers", los asesinos de los corazones solitarios. Su historia combina lo trágico, lo grotesco y lo humano. Es el relato de cómo dos personas rotas pueden encontrarse, alimentarse mutuamente y convertirse en una amenaza para cualquiera que cruce su camino.
El caso tuvo un eco enorme en la prensa estadounidense de finales de los años 40, pero ha sido sorprendentemente olvidado fuera de círculos especializados. Y sin embargo, pocas historias ilustran mejor cómo la fragilidad psicológica, las carencias afectivas y un contexto social determinado pueden empujar a dos individuos al abismo.
En Familias asesinas, la criminóloga, socióloga y docente Victoria Pascual recupera este caso desde una perspectiva única, que combina la narrativa histórica con el análisis psicológico y criminológico. Con su estilo claro, preciso y profundamente humano, nos invita a mirar más allá del titular para entender lo que hay detrás de cada crimen: contexto, motivaciones y vínculos afectivos distorsionados.
Y ahora, para comprender mejor cómo comienza esta historia y cómo nos arrastra sin remedio hacia el horror, dejamos al lector con un extracto del primer capítulo del libro Familias asesinas, publicado recientemente por la editorial Pinolia.
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Raymond Martínez y Martha Beck, «los asesinos de los corazones solitarios», escrito por Victoria Pascual
En 1998 viajé a Estados Unidos para aprender inglés conviviendo con una familia estadounidense. Durante mi estancia en el país de las oportunidades, pude viajar a un pequeño pueblo situado en el estado de Michigan, llamado Grand Rapids. En aquella ocasión viví la experiencia a través de los emocionados e impresionables ojos de una adolescente de diecisiete años que vivía una gran aventura en un entorno de película de Hollywood. Poco me hacía sospechar mientras paseaba por sus calles que pasaría, sin saberlo, cerca de la zona en la que fueron encontrados los cadáveres de Deliphene Downing y su pequeña hija de tan solo dos años, Rainelle, en 1949.
Pero no adelantemos acontecimientos, porque Deliphene y su hija fueron las últimas de una lista de más de veinte víctimas mortales. Esta historia, cuyo devenir es (y ha sido) digno de una película norteamericana, comienza en dos lugares distintos, separados en el tiempo y el espacio, pero unidos irrevocablemente con cada paso de esta historia.
Sitúense, queridos lectores; Hawái, 1914, una isla recientemente anexionada a Estados Unidos en el inicio de la Primera Guerra Mundial. Es en este lugar y en esta fecha donde nace uno de nuestros protagonistas, hijo de emigrantes españoles, con el nombre de Ramón Martínez Fernández. Aunque el lugar elegido para conseguir realizar el sueño americano es paradisíaco, la familia Martínez se muda al poco tiempo a Fairfield, un coqueto pueblo costero del estado de Connecticut. Es allí donde Ramón crece en un ambiente falto de cariño. Su padre, que saca adelante a la familia como obrero, le niega la asistencia al colegio a su hijo para que este pueda ser de ayuda en las labores de la finca en la que viven. Como muestra de la rudeza con la que su padre le trata y el tipo de educación que Ramón está recibiendo, contamos con una anécdota que aconteció cuando el adolescente tenía 16 años: Ramón es arrestado mientras robaba con unos amigos unos pollos y, mientras que sus dos compañeros salieron en libertad tras el pago de una pequeña fianza, el padre de Ramón decidió no pagarla para que su hijo permaneciera en la cárcel (estancia que se alargó dos meses) y le sirviera de escarmiento y aprendizaje.
Finalmente, como otras tantas familias que emigran, los Martínez vuelven a España donde, un jovencísimo Ramón, de dieciocho años, contrae matrimonio con Encarna Robles. Es Ramón, al parecer, una persona inteligente, cuidadosa y amante de su mujer y de los cuatro hijos que con ella tiene. Lleva una vida profesional sin sobresaltos, primero como marino mercante, y más intrépida después, cuando, durante la Segunda Guerra Mundial, colabora haciendo labores de espionaje con la inteligencia británica en Gibraltar. Su colaboración con los aliados es destacada y le granjea las felicitaciones inglesas por su responsable, valiente y eficiente trabajo.
Disculpen, estimados lectores, por sacarles un segundo de la historia, pero entiendo que a estas alturas, se estarán preguntando por qué estoy contándoles la vida de una persona prosocial que solo cometió una chiquillada robando unos pollos a los 16 años. Lo entiendo, tengan paciencia y continúen leyendo, porque la vida de Ramón está a un párrafo de tomar una dirección muy distinta y del todo inesperada.
La situación en España en 1945 no es buena para sus habitantes: de 1936 a 1939 sufren una guerra civil que deja a millones de personas viviendo bajo el umbral de la pobreza, lo cual se ve agravado por el impacto de la Segunda Guerra Mundial, incluso para un país autodefinido como neutral en el conflicto bélico. Esto hizo que muchas personas tomaran la determinación de buscar oportunidades de subsistencia en otros países. Ramón no fue la excepción. Al finalizar la guerra y, por lo tanto, su trabajo como colaborador de la inteligencia británica, decide tomar un barco para regresar a su país natal, Estados Unidos, con la promesa de volver a reencontrarse con su mujer y sus cuatro hijos tan pronto como hubiera encontrado un futuro más prometedor.
Pero algo ocurre en el trayecto, un accidente que cambiará la vida de Ramón para siempre: en el viaje, una escotilla del barco se desprende y cae con fuerza sobre la cabeza de Ramón y le rompe el cráneo. Nuestro protagonista tuvo que ser hospitalizado, intervenido y atendido durante seis semanas. Cuando sale del hospital, a principios de marzo de 1946, Ramón no solo presenta un cambio evidente en su fisonomía en forma de gran cicatriz por encima de su frente, sino que, además, su personalidad y su conducta se han visto transformadas para siempre.
Conocidos como los 'Lonely Hearts Killers', su historia mezcla estafas, manipulación emocional y asesinatos en serie. Foto: Wikimedia / Christian Pérez
Tan solo tres semanas después de haber salido del hospital, Ramón es condenado a un año de cárcel por robo. Durante su estancia en prisión, que duró un año, se empiezan a evidenciar los cambios producidos en Ramón tras el accidente. Uno de ellos, un aumento muy significativo de sus impulsos sexuales. Ramón se ha convertido en un individuo insaciable, totalmente orientado a conseguir mantener relaciones sexuales abundantes y esporádicas (se calcula que, en los tres años siguientes, Ramón mantuvo relaciones con más de 100 mujeres). Además, influenciado por las creencias de algunos compañeros de prisión con relación a las prácticas sobre magia negra, a las cuales no habría sido susceptible con anterioridad, el futuro asesino empieza a tener la creencia de que tiene el poder de hipnotizar a otras personas, incluso a distancia, para así poder influenciar en su capacidad volitiva y obligarles a tomar las decisiones que a él le beneficien.
Movido por esta creencia, escribe una carta al juez que llevaba su caso para solicitarle una reducción de condena. Desde el momento en el que se la envía hasta que recibe respuesta, Ramón emplea un alto porcentaje de su tiempo de ocio a concentrarse en influenciar al juez mediante la hipnosis para que le otorgue lo que pide. La respuesta llega y es positiva, hecho que le ayuda a afianzar su confianza en sus propios poderes mentales.
Al salir de la cárcel, este nuevo Ramón, que ahora se hace llamar Raymond Fernández, inicia una etapa delictiva relacionada con las estafas amorosas, estafando y a robando a mujeres que conocía a través de agencias de contactos a las que prometía un matrimonio feliz, estable y duradero, haciéndose pasar por una persona que no era.
¿Cuál era la situación en Estados Unidos? ¿Cómo pudo llegar a estafar y robar a decenas de mujeres en tan poco tiempo? Volvamos a echar mano de esos otros factores que, desde la criminología sabemos, ayudan a comprender mejor cómo y por qué suceden los actos delictivos y criminales. Estamos hablando de Estados Unidos a mediados del siglo XX. Una sociedad en la que los valores familiares tradicionales están fuertemente enraizados en su cultura e incentivados desde su economía. Sin embargo, en esa familia tradicional en la que encontramos un hombre y una mujer que se unen en matrimonio para poder formar una familia a través de la descendencia, faltaba un componente fundamental: el hombre. ¿Por qué? Muy sencillo; dos guerras mundiales con tan solo veinte años de diferencia entre una y otra, sumadas a un periodo de entreguerras marcado por una gran depresión económica, habían mermado significativamente el número de hombres en edad reproductiva y con capacidad profesional.
Siendo así, vemos una suma de factores que favorecieron estas estafas amorosas, vamos a enumerarlos: un victimario motivado que quiere ganar dinero de forma rápida, que cuenta con una gran confianza en su capacidad de cortejo y en su atractivo; unas víctimas que han sido educadas en el pensamiento de que son individuos débiles, vulnerables y dependientes y que, para poder cumplir las expectativas sociales, deben tener un hombre a su lado, y, finalmente, un entorno social (que dificulta la supervivencia de una mujer viuda o soltera) y físico (el medio utilizado por Raymond para el cortejo eran las cartas postales, que le facilitaban engañar a sus víctimas sobre cuál era su vida real) a mano y favorable.
Raymond contactó, como decíamos, con muchas mujeres a las que engañaba afirmando que era un hombre adinerado, con valores tradicionales y con el objetivo de formar una relación estable y próspera. Cuando ya se habían intercambiado varias cartas, que iban subiendo el tono de supuesto enamoramiento de Raymond hacia sus víctimas, él mismo proponía acercarse al lugar donde ellas habitaban para conocerse en persona. Era en este momento en el que, gracias a un aumento de la confianza entre víctima y agresor y el incremento del nivel de las promesas que realizaba (matrimonio, mudanza a casas más grandes y lujosas, etc.) las mujeres terminaban dándole dinero (para alquilar una casa y mudarse más cerca, para poder trasladar un supuesto negocio al lugar de residencia de la mujer, por ejemplo). Esta presencialidad de Raymond le facilitó, en los casos en los que las víctimas no le facilitaban el dinero voluntariamente, el robo de dinero en efectivo guardado en sus domicilios, cheques al portador u objetos de valor. Cuando había conseguido lo que quería, desaparecía y nunca volvían a saber de él.
En agosto de 1947 viaja a España con una de sus múltiples amantes, Lucila Thompson, haciendo gala de otro de sus cambios de conducta tras el accidente. Este viaje tiene como objetivo, nada más y nada menos, que presentarle a Lucila a su mujer y a sus cuatro hijos. Ambas mujeres quedan muy desconcertadas con la anómala situación. Tanto es así que, tras unas semanas de extraña y tensa relación, Lucila amenaza con volverse a Estados Unidos. Pero Lucila nunca llega a cumplir su promesa: la encuentran muerta, dos días después de manifestar su intención de abandonar España, en una habitación de hotel, aparentemente víctima de un infarto al corazón. En ese momento nada hizo sospechar a las autoridades de que la muerte de la estadounidense no se había debido a causas naturales y no se realizaron las pruebas que habrían demostrado que, en su organismo, había una cantidad letal de digitalina. Este medicamento, que fue comprado por Ramón dos días antes de la muerte de Lucila, es un fármaco de estrecho margen terapéutico, es decir, la diferencia entre las concentraciones terapéuticas y las tóxicas es muy pequeña y es utilizado en personas que tienen dificultades cardiacas. Cuando se excede la dosis terapéutica, el paciente puede sufrir arritmias, bradicardia o paro cardíaco, entre otros síntomas. Ramón ha pasado de ser un ladrón y un estafador a ser, además, un asesino.
A los pocos días vuelve a Nueva York; nunca volverá a ver a su mujer y a sus hijos. Allí va a visitar a la madre de Lucila a la que le cuenta que su hija ha fallecido tristemente en un accidente ferroviario durante su viaje a España y le reclama, presentándole documentación falsa, el dinero perteneciente a Lucila. La madre, sin plantearse la veracidad de esos documentos en el momento de gran dolor que está viviendo, accede y le facilita el dinero de su hija. Ramón no sabía que, tras lo que él consideraba un golpe perfecto, iba a encontrar en su buzón la carta que le haría iniciar un camino que acabaría en la silla eléctrica.
Martha Beck no está atravesando una buena situación. En realidad, si lo piensa detenidamente, no recuerda haber pasado en su vida algo parecido a una buena situación. Martha acaba de divorciarse de su marido, con el que ha tenido una hija, y trabaja como enfermera de niños con discapacidad. Se siente sola y deprimida. No tiene prácticamente recursos económicos y vive con su madre que la ayuda con su nuevo bebé y con otra hija producto de una relación sexual esporádica con un antiguo compañero de trabajo antes de su primer matrimonio. Pero esto último no fue lo que contó al volver a su pueblo en el estado de Florida. Claro, la historia real no habría tenido muy buena acogida por lo que decidió inventarse que era el fruto de un matrimonio con un soldado muerto en batalla en la Segunda Guerra Mundial. Tan bien hizo su papel de joven viuda que su historia fue contada en uno de los periódicos de su ciudad.
Martha es una mujer muy activa sexualmente, tanto que esta conducta le ha llegado a traer algunos problemas, no solo por haber tenido un embarazo no deseado, sino porque llegó a ser denunciada por algunos hombres como resultado de su acoso y hostigamiento sexual hacia ellos, motivo por el cual, además, fue despedida de uno de sus trabajos. Parece ser que es una situación que viene de lejos. Martha tuvo un desarrollo físico muy temprano (tuvo su primera menstruación con tan solo nueve años) que la convirtió en el objeto de deseo de compañeros de colegio más mayores que ella y, al parecer, de su propio hermano, del cual fue víctima de agresiones sexuales. Sin embargo, cuando se lo comentó a su madre, la respuesta de esta fue golpearla y culpabilizarla por, según ella, haber provocado ella misma a sus agresores. El desarrollo precoz de los intereses sexuales de Martha fue inevitable (no se puso remedio ni tratamiento a las agresiones), ya que, precisamente, es uno de los síntomas que pueden tener los y las menores que son víctimas de agresiones sexuales. Por cierto, ya que les introduzco un pequeño dato criminológico sobre las víctimas menores de agresiones sexuales, permítanme que les aporte otro. Este caso tiene otra característica típica de este tipo de delitos y es que la mayoría de las agresiones sexuales son perpetradas por una persona muy cercana a la víctima, sobre todo si hablamos de menores de edad, como en el caso de Martha, agredida por su propio hermano.
Pero volvamos a la Martha adulta. Decíamos que estaba muy deprimida y uno de sus escasos amigos —su difícil personalidad no le granjeaba muchas amistades— decidió solicitar de su parte una inscripción en la agencia de contactos Corazones Solitarios. A Martha le pareció buena idea y, tras revisar cuáles eran las opciones, se decantó por contestar a un hombre llamado Raymond Fernández que cumplía con todas las expectativas que sus lecturas románticas, que leía ávidamente desde su adolescencia, le hacían albergar. Así que cogió lápiz y papel y fue totalmente insincera en su carta. En ella decía que era la orgullosa dueña de una clínica en la que se trataba a niños con distintas discapacidades, que era propietaria de una vivienda (recordemos que vivía en la casa de su madre) y que era una mujer delgada (pesaba casi ciento veinte kilos), además olvidó comentar el pequeño detalle de que era la madre de dos hijos de padres distintos. Y es que Martha tenía un grave problema de autoestima. Su fisonomía y su desarrollo precoz le habían hecho ser víctima no solo de acoso y agresiones sexuales durante su infancia, sino también de acoso escolar, siendo el foco de burlas y de aislamiento.
Es en este momento en el que dos trenes colisionan. Raymond se ve atrapado por la promesa de un buen botín en la figura de Martha y ella, a través de su engaño, espera encontrar al hombre de su vida. Tras unos meses de intercambio epistolar, en el que el nivel de ardor va subiendo con cada respuesta, Raymond, siguiendo su modus operandi, le hace una visita a Martha. Allí, lógicamente, descubre que el estafador ha sido estafado y que su «presa» no es tal cosa, así que decide pasar unos días solazándose con Martha para volverse a casa a seguir estafando mujeres, con la intención de dejar atrás esta relación. Pero Martha ha quedado prendadísima de Raymond y, también siguiendo sus ya conocidas prácticas de acoso y hostigamiento, continúa enviándole numerosas y fogosas cartas hasta que, en enero de 1948, Raymond decide romper la relación de forma epistolar (actualmente la habría dejado por WhatsApp).
La reacción de Martha no se hace esperar. Sin pensárselo dos veces, despechada y deprimida, deja a sus hijos al cuidado de una vecina y se vuelve a casa con la intención de suicidarse. Algo debió notar la vecina porque al rato fue a casa de Martha para encontrársela con la cabeza metida dentro del horno con toda la estancia oliendo a gas. Esta intervención fue crucial para la supervivencia de Beck, pero no para las más de veinte víctimas mortales que, en los dos años siguientes, se sospecha que sucumbieron en sus manos.
Martha escribió a Raymond para contarle lo sucedido y este la invitó a pasar con él unos días en Nueva York. Esto Martha tampoco se lo pensó. Deja a sus hijos con la misma vecina y viaja a Nueva York, donde pasa con Raymond dos semanas de sexo y romance. Martha regresa a su hogar, pero solo para recoger a sus hijos y volver a Nueva York donde su amante ya no la espera con los brazos abiertos. Esto no desanimó a Martha que, tras devolver a sus hijos a Florida, comenzó a acosarle sin descanso hasta que Raymond, desesperado, decide confesarle que es un estafador y que no siente hacia ella ningún sentimiento amoroso. Esta información sí debió desanimar a Martha quien, aun así, se rehizo del golpe y se ofreció como cómplice en los futuros delitos económicos de Raymond.
Ya tenemos formada a nuestra pareja criminal, y aunque parezca un principio, es en realidad el comienzo del fin de esta historia; con Martha en la ecuación, haciéndose pasar por la hermana de Raymond, todo empieza a ir mal. Martha es celosa, asfixiante, se niega a dejar a solas a su cómplice con las nuevas víctimas y las situaciones con las mujeres a las que intentan estafar se convierten en tensas y peligrosas. Tanto que muchas de estas estafas acaban en asesinato por la intervención directa, o indirecta, de Martha. Veamos algunos ejemplos.
Agosto de 1948, una de las mujeres que responden a las cartas de Raymond es una mujer de Kansas con la que, tras la habitual visita al lugar de residencia de la víctima, contrae matrimonio. En los primeros meses, las tensiones entre los tres son constantes y hacen tan desgraciada a la recién casada que se intenta suicidar ingiriendo una cantidad letal de barbitúricos (hay fuentes que afirman que la obligaron a tomárselos de alguna forma su marido y supuesta cuñada). Ante el adormecimiento de la víctima, la pareja criminal aprovecha para robarle cuatro mil dólares (una pequeña fortuna para la época) y dejarla después abandonada en un autobús. Cuando el resto de los pasajeros se dan cuenta de que la víctima no está dormida, ya es demasiado tarde para ella. Ese adormecimiento era producto de una hemorragia cerebral y, aunque la trasladan a un hospital, muere a las pocas horas. No hay sospechas de un asesinato y nadie vuelve a ver a sus asesinos.
La pareja criminal que aterrorizó a Estados Unidos con su modus operandi. Foto: Wikimedia / Christian Pérez
Unos meses después, se dirigen a la visita que forma parte del guion criminal de Raymond y Martha, esta vez a Long Island. Allí los recibe una enamorada Janet Fay, de sesenta y seis años, la cual les presta dinero para arrendar un apartamento en Queens. Más adelante se mudan a vivir con la propia Janet y la situación, de nuevo, se vuelve insostenible. En una noche en la que la mujer ya no aguanta más, sale de su dormitorio (compartido con la propia Martha, según los cánones de moralidad de la época) y acude a la habitación de Raymond para rogarle que le pida a su hermana que se vaya de casa y los deje por fin solos. Janet no se percata de que, detrás de ella, Martha está alzando un martillo que, fuertemente, descarga sobre su desprevenida cabeza. La anciana no muere, pero Raymond comprende que si la dejan con vida, se vendrá abajo todo su entramado criminal, así que termina el trabajo estrangulándola. Tras cubrirle el rostro con una toalla (Raymond ya no puede mirar a la cara a su víctima) ambos entierran a la mujer en el sótano de la casa y juntos abandonan el lugar en busca de nuevas víctimas.
Tras este suceso, Raymond sucumbe, quiere confesar. Algo ocurre en su mente que le impide seguir con este estilo de vida, pero con Martha al lado, no es posible. De esta forma, llegamos al último acto de esta historia.
Todo empieza de nuevo: las cartas, las promesas de amor, la oferta de visita a la casa de la víctima… Es el último día de febrero y nos encontramos en el mismo sitio en el que comenzó el capítulo, en Grand Rapids, Michigan. Deliphene y su hija de dos años, Rainelle, han desaparecido. Preocupados, sus vecinos acuden al hogar a comprobar si madre e hija están dentro del domicilio. Tras su llamada, ven sorprendidos que un hombre que lleva un peluquín, de mediana edad, delgado y bien parecido abre la puerta. No le han visto nunca, pero él, con educación y simpatía, les intenta tranquilizar. La madre y la hija están bien, se han ido unos días de viaje y volverán pronto. Pero los vecinos no se quedan del todo tranquilos y prefieren alertar a la policía que acude al domicilio para encontrarse a una extraña pareja (¿de hermanos?) que acaban de volver del cine y que nunca nadie había visto antes. Lamentablemente, al entrar en la casa e inspeccionarla, no fue lo único que encontraron. Bajo una capa todavía fresca de cemento, hallaron en el sótano el cadáver de ambas, madre e hija. La madre, con un disparo en la cabeza, la hija, asfixiada por sumersión (le metieron la cabeza en un balde con agua). Mediaban horas entre la muerte de Deliphene y de Rainell. Mediaban horas porque el plan no era matar también a la hija, pero sus continuos llantos pidiendo ver a su madre agotaron la paciencia de Martha. Una vez más, la cara de una de las víctimas, la de la madre, estaba cubierta con un paño. Raymond está cansado de luchar contra sí mismo. Se desmorona y confiesa los más de veinte asesinatos que, junto con Martha, ha cometido. La prensa se vuelca con ellos y la pareja asesina responde montando escenas a la altura de la atención que reciben: se besan apasionadamente en público, ríen y sonríen a las cámaras, no dan muestras de pesar o arrepentimiento. Pero, al menos en el caso de Raymond, la procesión va por dentro. Él se muestra colaborador y arrepentido con las autoridades y, aunque el mismo día en el que es ejecutado, proclama su amor por Martha a los cuatro vientos, durante todo el proceso judicial y de encarcelamiento, afirmó que ni la quería ni la había querido nunca.
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Poco importó que reconocieran más de veinte crímenes mortales; en el estado de Nueva York, donde fueron juzgados, tres asesinatos eran suficientes para condenarles a la pena capital, por lo que se dignaron solo a investigar los casos de Janet Fay, Deliphene y Rainell Downing. Poco importaba que hubiera más víctimas, más casos sin resolver, más familias angustiadas por la desaparición o muerte imprevista y sospechosa de tantas mujeres. Las víctimas no eran el centro de los sucesos criminales, sino atrapar al culpable y castigarlo. Y eso se hizo, sin duda. El 17 de junio de 1949, tras haber intentado infructuosamente exonerarlos de toda culpa por enajenación mental, Martha y Raymond fueron condenados a la pena máxima. En menos de dos años, el ocho de marzo de 1951 (hoy mismo se cumplen setenta y tres años) ambos fueron ejecutados en la silla eléctrica. Raymond le dio una última alegría a Martha. Aunque a ella le habían llegado los comentarios sobre que nunca había sido amada por su pareja criminal, ella siguió declarando su amor por él.
Raymond fue ejecutado antes que Martha y quiso que le trasladaran estas palabras: «Quiero gritarle al mundo: quiero a Martha Beck. ¿Qué sabrá el mundo del amor?». Vayan ahora al inicio de este capítulo y podrán leer cuáles fueron las últimas palabras que Martha nos dejó justo antes de morir.
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Autor: christianperez