
<p class="caption-title "> </p> <span class="caption-author ">Markku Ulander / Ap</span>
Vejez. Visita con mi madre a la neuróloga en un taxi apresurado porque el cambio de hora nos pilla a contrapié. La doctora procede con el cuestionario habitual: “¿Qué día es hoy?, ¿en qué estación del año estamos? Retenga estas palabras: peseta, caballo, manzana”. En el corcho de la pared alguien ha clavado con una chincheta una sentencia de Ingmar Bergman: “Envejecer es como escalar una gran montaña; mientras se sube la cuesta, las fuerzas disminuyen pero la mirada es más libre, la vista más amplia y serena”. Una frase para la reflexión, desde luego, aunque la última película que dejó el cineasta sueco, fallecido a los 89 años en su casa de la isla de Fårö, en el Báltico, no ensalzaba precisamente las prebendas de la ancianidad. Saraband, se titulaba; la recuerdo en una nebulosa claustrofóbica solo atenuada por el chelo de Bach. Salimos a la luz primaveral con esperanza y una píldora más en el pastillero. Largo paseo de regreso. El placer de conversar todavía con mi madre sobre los viejos asuntos de siempre. Su admirable tranquilidad de espíritu en la vejez.
Markku Ulander / Ap
Simpleza. La vida debería ser exprimida a cada instante cual limón por su pasmosa brevedad, como sugiere una frase grabada en la puerta del pub James Joyce, en la calle Casp: “Vivieron, rieron, amaron y se marcharon”. La busco en Google; pertenece a la novela Finnegans Wake. La musicalidad de las eles –en inglés, los cuatro verbos comienzan por esa misma letra– acrecienta aún más la sensación de ligereza y fugacidad: “They lived and laughed and loved and left”.
Adolescencia. El periódico británico The Guardian congrega a un puñado de alumnos de secundaria, todos varones, de un colegio católico de Manchester para sondearlos acerca de la producción de Netflix así titulada; una miniserie sobre un niño de 13 años arrestado en el norte de Inglaterra por el presunto asesinato de una compañera de escuela. Brotan algunos destellos interesantes en la entrevista a los chavales: acceso a la pornografía entre los 10 y 11 años; circulación por aulas y móviles de fotos íntimas de las novietas; el influjo de influencers misóginos como Andrew Tate; la culpabilidad que el estigma de la masculinidad tóxica va depositando sobre los hombros. Tiene su miga el hecho de que haya destapado la caja de los truenos una obra de ficción y no la observación empírica de la realidad. Padres abnegados que, sin embargo, ignoran cuanto sucede dentro de la habitación de los críos. Habrá que volver a abrir la puerta del cuarto, aunque en la pubertad resultara exasperante la intrusión paterna en la cueva de Batman.
Trump, sus bravatas y aranceles han puesto fin a la siesta en el balneario europeo Supervivencia. La lluvia invita a un té a la inglesa, con una gota de leche. Suspendo el tecleo en el ordenador, voy a la cocina y preparo una infusión que a la postre sabe a rayos, a alfalfa seca. La caja de Twinings, ay, lleva tres meses caducada. Trasteo en vano la despensa –en casa siempre dijimos alacena– entre espaguetis, conservas y un tarro de alubias de Tolosa, viandas suficientes para sobrevivir no ya 72 horas, sino tal vez una semana entera. Velas tampoco faltan. Se extiende en el aire una sensación de peligro, el pálpito de que se cierne sobre las cabezas caucásicas del Viejo Continente la sombra de
una amenaza, no sé bien si bélica, climática, pandémica o una mezcla revuelta del conjunto. Ansiedad eurasténica. Un estado mental que parece inducido para que el contribuyente acepte sin rechistar el gasto militar por venir en presupuestos o decretos. ¿Por qué no invertir en tecnología, seguridad, medicina? En cualquier caso, Trump, sus bravatas y aranceles han terminado con la siesta en el balneario europeo.
Lección de piano. Todas las tardes, al filo de las siete, alguien se sienta al piano en el piso de al lado. Sospecho que se trata del menor de los hijos. Aporrea el teclado con canciones muy básicas, de principiante, del tipo Estrellita dónde estás, que taladrarían la concentración del mismo Leibniz. En ocasiones, el aprendiz se desespera y arremete contra las teclas con una furia dodecafónica que hace añorar las notas machaconas del Frère Jacques. Aun así, enternece su perseverancia de pájaro carpintero. A fin de cuentas, son los hábitos los que nos sostienen, la voluntad de volver a empezar desde donde sea.
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Autor: Olga Merino